Aquella madrugada de principios de abril, llegué hasta el Augusta National, con el fin de conocer los grandes cambios que se anunciaron para el Masters del 2002. Por extraño que parezca, no encontré a nadie en mi camino hasta el campo de golf. La casa club lucía desolada y solo se escuchaba al silencio. Toda el área estaba cubierta por una densa neblina, que difícilmente me permitía observar más allá de unos 50 o 60 metros. Inicié pues, mi caminata, aún extrañado por la total ausencia de gente. Apenas estaba saliendo el sol.
Comencé a caminar por los primeros hoyos y solo encontré que la salida del 1 estaba poco más de 20 yardas atrás de su posición original. Al llegar al 7, noté un cambio importante: este hoyo había crecido poco más de 40 yardas. Caminé por el fairway y poco antes de llegar a los tres búnkeres que resguardan celosamente a su bandera, divisé la silueta de un hombre joven, de altura media, quien, con las manos en los bolsillos, observaba con mucho cuidado la perfectísima textura de la superficie del green. Él notó mi presencia y me invitó a acompañarlo. Cuando llegué a su lado, un tanto aliviado por ser este el primer ser humano que veía en aquella densa mañana, lo pude observar con más cuidado y me extrañó su vestimenta: pantalón gris Oxford con grandes pinzas, camisa blanca a la medida con cuello enorme y corbata, cubiertas por un chaleco gris liso y zapatos tipo bostoniano. Su cabello, perfectamente peinado, presentaba una raya ligeramente desviada del medio del cráneo. No era la ropa casual que utiliza un golfista, a menos que fuera uno de los años veinte.
«Soy Robert —me dijo—, bienvenido a Augusta National—». Me presenté con él y traté de adivinar sus reflexiones. Volteó hacia los árboles de la derecha y comentó: «No cabe duda de que el tiempo nos dio la razón. Los sembramos en el 59 y hoy están tal y como los imaginamos hace 43 años». El comentario me extrañó. «¿Los plantaron hace 43 años? —pensé—. ¡Pero si este señor no tiene más de 40!» Aún estupefacto por la acotación, solo atiné a contestar que esos árboles angostaban el fairway y que junto con los cinco búnkeres que rodeaban al green, eran un gran desafío para los jugadores del Masters. «Efectivamente». —Me respondió.
Cuando salí de mis cavilaciones, Robert me invitó a caminar con él, el resto del recorrido. Ante la extraña, pero mágica estampa de este hombre, no pude más que acceder. Continuamos el trayecto en el orden de los hoyos hasta terminar la primera vuelta y, tras caminar el 10, nos dirigimos hacia el famosísimo Amen Corner, formado por los hoyos 11, 12 y 13. En el camino surgían de su mente un sinnúmero de anécdotas en referencia a sucesos del torneo, como él solía llamarle al Masters. Yo, en cambio, me preguntaba si los fundadores de este bellísimo campo, bien conocidos por su conservadurismo, habrían estado de acuerdo con tantos cambios. Al llegar al final del 13, nos detuvimos en el puente que cruza por encima del arroyo hacia el green. «Es un merecido homenaje para Byron.» —Me dijo, refiriéndose a que dicho puente fue bautizado en honor de Byron Nelson.
Tras unos segundos de silencio, allí mismo, sobre el puente, Robert me comentó: «Cuando fue diseñado este campo, existía una relación directa entre las distancias de los hoyos y la capacidad de los equipos de la época. Subirse de dos golpes a green en este hoyo, hacía obligatoria la ejecución de un perfecto drive y una madera de piso. Hoy, la tecnología derrotó al diseño original, pero no al campo en sí mismo. Desde que fue planeado, siempre dejamos espacios disponibles para cubrir esta necesidad. Ahora, simple y sencillamente, estamos haciendo uso de la previsión y con ello, le estamos devolviendo al National, el prestigio que merece como un campo bien diseñado. Si, en la actualidad, tuviera la oportunidad de diseñar y construir un campo de golf, como lo hice a principios de los 30 junto con Alistair MacKenzie, le aseguro que lo haría del largo que tiene ahora el nuestro. Pensaría, como lo hice siempre, que un campo de golf debe estar construido de forma que todos los golfistas, sin importar su nivel de juego, puedan disfrutarlo; conservo la idea de que un par 5 puede ser alcanzado con dos golpes excepcionales, pero que tal intento podría costarle caro al que no lo logre. Seguiría creyendo que estos greens son los mejores del mundo y no los cambiaría por nada. Ahora bien, ¿se sigue usted preguntando si Bobby Jones estaría de acuerdo con los cambios que se hicieron para este año? Si, definitivamente lo estoy».
Dicho esto, aquel hombre, a quién no pude reconocer antes, pero que en ese mismo momento me hizo ver de quién se trataba, bajó del puente y se encaminó hacia el bosque a un lado del green. Justo antes de pasar por encima de algunas de las más de 1600 azaleas que rodean ese bellísimo hoyo, se esfumó entre la bruma que, esa fría mañana, cobijaba al campo del Augusta National.