Ha pasado ya casi medio año desde que inició mi encierro, en una mezcla de obligación cívica y voluntaria precaución. Seis meses con salidas mínimas del hogar, eventuales escapes por motivos de trabajo y otros, no menos necesarios, para pasar unos días fuera de la ciudad, única y exclusivamente para cambiar de techo, pero no de actitud. Sin embargo, la presión ejercida por las autoridades para reactivar una economía prácticamente desahuciada nos obliga a una transformación, y es indispensable adaptarnos a esta nueva forma de vida que el Gobierno ha decidido llamar como «nueva normalidad».
Lo primero que se me ocurre en esta reflexión, es que la nueva normalidad no tiene consecuencias a perpetuidad, como muchos han querido afirmar, asegurando que las cosas nunca volverán a ser como eran antes de la llegada de este coronavirus. Por supuesto, volverán a ser como han sido siempre y, el inicio ha dicho retorno estará marcado por la llegada de las vacunas. El virus no desaparecerá de la faz de la tierra, pero su eficacia no será la misma al verse reducida en forma drástica la cantidad de posibles contagios.
Ahora bien, ¿qué sabemos de la nueva normalidad?
Es tan simple como recordar todo el tiempo cuáles son las causas que provocan un contagio de covid-19: el contacto del virus a través de los ojos, nariz o boca. ¿Nada más? Fisiológicamente hablando, nada más. No obstante, hay un factor que ha resultado ser mucho más letal que los tres anteriores juntos: el exceso de confianza. Los mexicanos somos inocentes por naturaleza y solemos creer a pies juntillas cuando alguien nos afirma que tal o cual cosa es cierta. Es muy probable que no haya intención de engaño en estas aseveraciones, pero no podemos soslayar que la enfermedad en ciernes tiene aún muy alto porcentaje de contagiados como asintomáticos que, a falta de pruebas, pueden asegurar que están totalmente sanos, sin saber que son una muy peligrosa fuente de contagio. ¿Cuantos han adquirido la enfermedad por darle la mano a un asintomático o que este abrace a un familiar o bese a la hermana, hermano o papás? Muchos más de los que quisiéramos imaginar.
Debemos recordar que el cambio de color en el semáforo epidemiológico no significa en modo alguno que la situación esté mejorando y que podemos iniciar un periodo de relajación. Todo lo contrario, si vamos a tener un mayor contacto con el exterior, debemos tomar precauciones extremas.
La inmensa mayoría de los más de 62,000 difuntos por esta pandemia, de una forma u otra se contagiaron por un exceso de confianza.
Además, está claro que debemos cuidarnos solos, ya que nuestros gobernantes no tienen ninguna intención de hacerlo, como lo han demostrado fehacientemente durante estos meses. La estulticia combinada entre el presidente de la República y el subsecretario de Salud encargado de la pandemia es prueba irrefutable de un acto criminal que debería ser juzgado con la máxima severidad.
Reitero, para nosotros, mexicanos estándar, la ausencia del apapacho podría ser el sacrificio más grande de esta etapa de adaptación. Fuera de allí, el valernos de accesorios como cubrebocas, gel y otros desinfectantes, más el constante lavado de manos, podrían ser medidas más que suficientes para reducir la propagación de esta terrible enfermedad, aun y cuando nuestra actividad laboral nos obliga a interactuar con otras personas.
Para finalizar, insisto, yo no les haría caso a los agoreros del desastre. Al igual que con otras pandemias, la ciencia, aquella que no está motivada por cuestiones políticas, encontrará a través de vacunas y tratamientos, el remedio que nos permitirá regresar a la tan anhelada vieja normalidad.
Mientras tanto, lo único que nos queda por hacer es cuidarnos y, al hacerlo, cuidar a los demás. A estas alturas, resulta prácticamente imposible que alguno de nosotros no conozca a alguien que se haya contagiado de covid, pero más dramático aún, es enterarnos que gente conocida, allegada o del círculo cercano, ha perdido la vida por esta causa. Es como una ruleta rusa: al descuidarnos o excedernos de confianza, nos disparamos a la sien, esperando que no haya una bala en la recámara de la pistola.