Debo decir que sigo impactado por los corajes de Sergio García en el torneo de Arabia Saudita, y no dejo de pensar en cómo pudo haber reaccionado así un golfista de 39 años, con una riqueza suficiente para que tres o más generaciones de sus descendientes vivan con todas las comodidades, un feliz matrimonio del que ya nació una bella hija, una suma muy importante de títulos internacionales —incluyendo un Masters—, es el máximo ganador en la historia de la Copa Ryder y, en fin, parece inexplicable que alguien tan favorecido pueda descontrolarse totalmente, a sabiendas de que todos sus movimientos son grabados en una cámara de video, ya sea la de la trasmisión oficial o por las de los miles de aficionados que lo siguen a través de sus torneos.
Debo confesar que no en una, sino en muchas ocasiones, cuando yo era un golfista competitivo en mi categoría —la B o C dependiendo de la época—, hice berrinches que en nada desmerecían a los del peninsular. Sin embargo, si bien las consecuencias de tales exabruptos, donde llegué a doblar o romper varillas y el consiguiente daño al inocente campo de golf, a la postre resultaban mucho más dolorosas que los propios errores, y no por los costos derivados de la reposición de los equipos, sino por darme cuenta que, teniendo la oportunidad de recapacitar, decidí muchas veces perder el control y dejarme llevar por el desahogo inútil y ciertamente ridículo.
En la actualidad, con muchos más años encima y muchas menos rondas de golf al año, he aprendido que todo alrededor del golf, es elección de quien lo juega.
Que existe la mala suerte ocasional, claro que existe, pero al final del camino, la bola llegó a ese punto desafortunado impulsada por mi golpe. Lo mismo sucede en contrario, cuando la rama milagrosa de aquel árbol regresó mi bola al fairway, o cuando emboqué ese putt, solo para darme cuenta de que no había visto bien la caída y que una mala ejecución resultó la correcta.
Está claro que los grandes jugadores tienen en sus alforjas una enorme capacidad de golpes de recuperación. El propio Sergio saltó a la fama en el PGA Championship de 1999, cuando dejó su bola recargada en la raíz de un árbol en el hoyo 16 y, para evitar que Tiger Woods se le separara, eligió golpear la bola desde allí, resultando en uno de los más espectaculares golpes que se recuerdan en la final de un major (ver video).