Las galerías en el campo de Bellerive estaban atiborradas. Por supuesto, suelen estarlo durante la celebración de cualquier torneo de grand slam y más en un día domingo, pero aquí no se trataba de una final cotidiana con la presencia de los mejores del mundo, como Dustin Johnson, Jordan Spieth, Justin Thomas o el eventual campeón Brooks Koepka, quien con este ha ganado tres de los últimos nueve grandes del calendario. Se trataba de la confirmación de la resurrección de uno de los más grandes jugadores de todos los tiempos y, sin duda, el mejor desde la última década del siglo pasado: Tiger Woods.
El californiano salió a darlo todo en el PGA Championship y demostrarle a quienes pensaban que ya estaba acabado, que se habían equivocado rotundamente. Tuvo razón también al decir que, cuando se sintiera completamente sano, volvería a ser altamente competitivo. Asimismo, nos comprobó que en la actualidad no hay jugadores demasiado poderosos como para borrarlo del círculo de potenciales campeones de un torneo.
Por cierto, jugó a lo Tiger, al menos en lo que se refiere a esa incomparable capacidad de recuperación ante un mal tiro de salida, ya que a pesar de no haber encontrado el fairway en su primer golpe durante los primeros nueve hoyos, fue capaz de conseguir cuatro birdies. En total, con solo cinco fairways atinados en la ronda, nos regaló ocho birdies (y dos bogeys) a través de un extraordinario recorrido de 64 impactos, el mejor de su carrera en la final de un major. Su 266 es su mejor score agregado en torneos de grand slam, donde ha conseguido 14 victorias, como parte de sus 79 logradas en torneos avalados por el PGA Tour.