Para calificar al nuevo campeón del Masters, Patrick Reed, no hay medias tintas: o lo amas o lo aborreces. Yo, definitivamente, no lo amo.
Reed, texano de 27 años, no se formó en el mejor ambiente familiar. La relación con sus padres, a quienes no invitó a su boda y no conocen a sus dos hijos, los mandó expulsar del campo de golf durante el U.S. Open de 2014, solo porque lo estaban siguiendo en su ronda. Por supuesto, ni aun siendo residentes de Augusta, fueron a verlo ganar el saco verde. Dos años después, su hermana lo describió como «un extraño egoísta y horrible» en un post de Facebook.
Ha sido héroe de no pocas batallas, pero su carácter mina en forma importante lo positivo de su popularidad. Ejemplo de ello fue en Gleaneagles, Escocia, cuando tras lograr un birdie en su partido contra Henryk Stenson en la Ryder de 2014, volteó a la galería —debo decir que es el mejor público del planeta y, por mucho, el más respetuoso— y se puso el dedo en la boca, como exigiéndoles guardar silencio. Por supuesto, se volvió el enemigo nº 1. Su fuerza mental, sin embargo, lo hizo convertirse en el héroe de Hazeltine, dos años después, cuando superó a Rory McIlroy en un partido histórico.
Entre sus compañeros de profesión tampoco es el más grato. ESPN preguntó a 103 jugadores del PGA Tour, a quiénes de sus compañeros no ayudarían en una pelea. Él fue el segundo con más menciones.
Abandonó la Universidad de Georgia en Athens, por haber sido declarado culpable en dos ocasiones por manejo bajo la influencia de alcohol, pero sus compañeros de equipo mencionaron que no solo fue por eso, sino también por haberlo descubierto haciendo trampa en el campo durante un clasificatorio y por haberse robado cosas de los casilleros. Pasó a la Universidad Estatal de Georgia, donde terminó su carrera de Negocios y ayudó a la institución a ganar en dos ocasiones el título de la División I de la NCAA, el más alto premio del golf colegial estadunidense.
Y de su modestia, también hay algo qué decir, pero se trata de lo opuesto: la carencia de la misma. Cuando ganó el WGC-Cadillac Championship de 2014, lejos de ser humilde con su victoria, dijo que él era uno de los cinco mejores jugadores del mundo. Por supuesto, para el entonces número 44 del ranking, quien avanzó hasta el 20 tras dicho triunfo, una declaración así fue tomada como una auténtica bufonada. Hoy, después de su gran victoria, ocupa la posición 11 de la lista, la mejor de su carrera.
Quizá por eso, el público de Augusta no le brindó el apoyo que se esperaría para un probable campeón del Masters que hubiese vivido en su misma ciudad. Cuando fue cuestionado el sábado por la noche al respecto, respondió: «No sé. ¿Por qué no les preguntas? Quiero decir, no tengo idea y, honestamente, no me importa realmente lo que diga la gente en Twitter o lo que diga si me está apoyando o no. Estoy allí para hacer mi trabajo y ese es jugar golf. Siento que lo estoy haciendo bien y eso es lo que realmente importa.»
Así las cosas, en coincidencia con un país totalmente polarizado por un presidente afecto a la discriminación racial, enemigo de la verdad, tramposo y misógino, el surgimiento de un campeón que se pasa por el arco del triunfo al espíritu del golf, tiene polarizados por igual a los aficionados de aquel país, donde seguramente los seguidores del Orangegután de la Casa Blanca lo verán como un héroe, pero no por su nivel de juego excepcional, sino por sus dos detenciones por alcoholemia, así como por sus posibles trampas y robos, y por burlarse de un público cuyo único pecado fue el de aplaudirle a sus favoritos.
Ojalá que su triunfo —ahora sí— le dé la humildad suficiente a Patrick Reed para madurar y volverse un icono del golf. Es simplemente extraordinario y una de las mentes más fuertes de este deporte.
Aunque juegue la Ryder con el contrario…
fdebuen@par7.mx
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