Con 42 años encima, incontables cirugías, rehabilitaciones complicadísimas y épocas oscuras, Tiger Woods intenta dejar abierta la posibilidad de volver a convertirse en el jugador implacable que ha obtenido 79 victorias en su carrera en LPGA Tour y dominó al golf mundial por un lapso acumulado que supera los 13 años.
Recientemente, de acuerdo con Rory McIlroy y Justin Thomas, al menos, hay un nuevo enemigo al que Tiger debe superar en todas y cada una de las rondas de campeonatos en las que participa: su propia galería.
Durante la celebración del Genesis Open la semana pasada, en Los Angeles, tanto Rory como JT compartieron con Tiger las dos primeras rondas del exigente torneo. Ambos salieron contrariados por la actitud del público que cubrió cada metro cuadrado en los linderos de los 18 hoyos.
De acuerdo con McIlroy, debido a las distracciones causadas por los gritos del público, los clics de las cámaras de teléfonos celulares (que estos irresponsables olvidaron silenciar), conversaciones sonoras que llegan hasta sus oídos o incluso, hasta por aquellos que intentan aconsejarlo con gritos sobre las condiciones de su siguiente ejecución, Tiger pierde medio golpe por cada 18 hoyos, lo que podría sonar poca cosa, pero no si se traduce en dos golpes tras los cuatro recorridos de un torneo.
Con tal de hacerse de dos segundos de fama, estos patéticos aficionados son capaces de pegar un grito en medio del silencio, con el único fin de saberse escuchados por los millones de televidentes, sin pensar siquiera en el daño que le pudo infligir al jugador.
A diferencia de la gran mayoría de los deportes, el golf —al igual que el tenis— exige silencio a quienes observan in situ los pormenores de una competencia. A pesar de la enorme concentración que llegan a conseguir los golfistas de alto nivel, un ruido inesperado puede causar una distracción que, en una fracción de segundo, se convierte en un golpe errado y, por las enormes cantidades que están en juego puede significar también la pérdida de decenas o cientos de miles de dólares.
Es difícil olvidar la reacción del caddie de Tiger, Steve Williams, cuando segundos antes de que el jugador golpeara su bola desde un búnker, el clic de una cámara rompió el silencio, causando la consecuente distracción del californiano y un mal golpe. El neozelandés fue hacia el irresponsable propietario —quien al parecer no estaba registrado como fotógrafo en el torneo y, por tanto, no debía estar donde estaba— y, en forma violenta, le arrebató el aparato fotográfico y lo aventó a un lago. Se dice que el costo de la máquina y el lente ascendía aproximadamente a siete mil dólares. Tiger se comprometió a correr con los gastos de reposición y jamás reprendió a su caddie o reprobó su actitud públicamente.
Uno de los más graves problemas que se ven hoy en las galerías, es la pérdida del respeto a los reglamentos que rigen la conducta del público en estas competencias, empezando con la omisión de su lectura, siguiendo con el código de vestimenta y sumando a lo anterior las ingestas alcohólicas que, desafortunadamente, no tienen límite, pues su venta suele representar la forma en la que algunos patrocinadores recuperan sus cuantiosas inversiones para estar presentes en estos campeonatos.
Ni siquiera en sus mejores años, Tiger pudo aislarse completamente del público que siempre abarrotó las orillas de los fairways en los que jugó. Son memorables algunas de sus reacciones violentas en contra de algún aficionado idiota que se quiso pasar de vivo, solicitándole a la policía que lo retiraran del campo. Ninguno de sus compañeros de profesión lo ha culpado por su actitud y el propio Tour debió redoblar sus esfuerzos para controlar a estas hordas.
Pero Tiger se mantiene como el jugador que todos queremos ver. Aún ahora, cuando su juego dista muchísimo de aquel que lo convirtió en el referente mundial de este deporte, sigue siendo por mucho el golfista más popular del mundo y el seleccionado como favorito a seguir de un enorme porcentaje de los aficionados que asisten a un torneo.
Solo una pregunta hipotética a modo de prueba: si Tiger asistiera al WGC-México Championship —jugando con dos ilustres desconocidos— y en otro grupo estuvieran Dustin Johnson, Jon Rahm y Jordan Spieth, ¿a quiénes verían ustedes si solo tuvieran boleto para un día de la competencia y no pudieran cambiar de grupo? Efectivamente. Yo también me iría con Tiger (por si alguien tiene curiosidad, Tiger no tiene posibilidades de venir al Club de Golf Chapultepec este año).
Ante lo ya escrito en estas líneas, no les faltará razón a ustedes, queridos lectores, si piensan que, si Tiger Woods pudo ganar tantos torneos a pesar de la presión de las galerías, no tendría por qué ser diferente ahora. Sin embargo, hay una característica en el jugador de entonces, que el de ahora está a años luz de recuperar: la confianza. Aquel Tiger se sobreponía a todo y a todos y su sola presencia era un déficit en sus contrincantes. El de ahora, desafortunadamente, no asusta a nadie, sino al contrario, motiva a los demás a jugar mejor.
Me encantaría que Woods diera razones de sobra para mantener por siempre a esas enormes galerías, porque ello significaría que habría podido volver al golf que lo convirtió en el deportista más popular del mundo.
Sigo pensando que aún tiene mucho que dar y que el golf lo sigue necesitando.
fdebuen@par7.mx
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