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El PGA Tour le pone seriedad al antidoping

Fernando de Buen


Erin Hills

Hace apenas unos días me enteré de una gran noticia que incrementará notablemente el prestigio del golf como un deporte libre del uso de drogas o de sustancias prohibidas. A partir de la temporada 2017-2018, el PGA Tour someterá a sus jugadores a controles antidopaje, con las mismas exigencias que cualquier otra disciplina incluida en el movimiento olímpico. Esto incluye el someter a los jugadores a pruebas de sangre, en lugar de solamente pruebas de orina. Así, sustancias como la hormona del crecimiento, que antes no se registraba, ya podrá ser detectada.

¿Por qué es una gran noticia? Desafortunadamente, esta organización ha sido muy poco diáfana en estos asuntos, lo que nos ha invitado a pensar que el consumo de compuestos prohibidos ha sido mucho mayor que el que habríamos podido imaginar.

Veamos algunos antecedentes.

Por muchos años —cuando otros deportes populares ya sometían a sus atletas a programas de control de sustancias prohibidas— el máximo circuito profesional de los Estados Unidos seguía manteniéndose como un deporte que no les imponía a sus integrantes ninguna limitación en el consumo de drogas recreativas o de compuestos que mejoraran su rendimiento.

Ante la inminente llegada de los Juegos Olímpicos, con el fin de apoyar al regreso de este deporte a la justa cuatrienal, el PGA Tour decidió iniciar un programa de control, avisándole a sus miembros sobre la implementación del mismo con un par de años de anticipación. Sin duda, hizo esto con el fin de permitir que los golfistas del Tour pudieran deshacerse de cualquier rastro de consumo y, en caso de adicción, someterse a programas de apoyo que la propia organización instauró para ellos. Así las cosas, en 2008 comenzó su programa antidoping, que resultó más light que un sobre de estevia.

En realidad, pareció más bien de un simulacro de antidoping, pues las muestras que se les tomaban los jugadores sorteados para tal efecto se hacían a partir de exámenes de orina, los cuales no detectan sustancias que hoy son utilizadas por quienes pretenden mejorar su acondicionamiento físico, como la hormona del crecimiento, ya citada.

Por otra parte, el Tour adoptó una política que solo se podría calificar como de hipócrita, al decidir ocultar los castigos impuestos a jugadores por consumo de drogas recreativas. Tal fue el caso del actual número 1 del mundo, Dustin Johnson, quien fue suspendido seis meses por reincidencia en el consumo de cocaína, algo que todo el mundo sabe, pero que la organización siempre se ha negado a confirmar.

Lejos de volverse un exigente fiscal y juez, el PGA Tour se comportó durante casi una década como un cómplice de estos consumidores. Me resulta imposible no pensar mal acerca de todos los jugadores que, estando calificados para la olimpiada de Río de Janeiro, decidieron no participar, valiéndose del mosquito del Zika como excusa para renunciar al evento. ¿Acaso había drogas en sus organismos que no podrían ser encontradas por los exámenes que realiza el PGA Tour, pero sí en los que practica la Agencia Mundial Antidopaje —WADA—, organismo encargado de los sistemas de control para competencias oficiales internacionales? Ya es tarde para saberlo.

Ante decisiones tan poco claras, la única duda que no deja de dar vueltas a mi alrededor es la de saber qué tan grande era el consumo de compuestos prohibidos entre los integrantes de la Gira. De otra forma, habría sido lógico darles a los jugadores ese lapso de dos años para quitar cualquier rastro de estas drogas, pero imponer desde entonces un programa que cumpliera al pie de la letra con las exigencias de la WADA.

Finalmente, el golf profesional de los Estados Unidos, a través del más importante conglomerado de giras del mundo —el PGA Tour— decide terminar de una vez por todas con las sospechas de ocultamiento o complicidad, y mete al deporte en los cánones de los más importantes símbolos de este deporte: el espíritu del golf y el espíritu olímpico.

Más vale tarde que nunca.

fdebuen@par7.mx


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