Ya tenía un rato de no salirme del tema central de mis editoriales —obviamente el golf— para escribir sobre algún asunto, de esos que van quemando el hígado poco a poco, o bien, uno que revitalice el alma. Desafortunadamente, el caso que hoy me ocupa, es de los primeros: el presidente electo Donald Trump.
Hace apenas unos meses, nos vanagloriamos de la genial decisión de Ricardo y Benjamín Salinas de arrebatarle a Trump el Cadillac Championship y trasladarlo de Miami a la Ciudad de México. Se trató, sin duda, de una muy cuantiosa inversión, pero, a decir de Benjamín, es seguro también que será un productivo negocio, donde más allá de los probables ingresos, surge la oportunidad de promover el deporte entre comunidades de niños y jóvenes que no tienen acceso a los clubes privados, pero lo tendrán al golf a través del programa The First Tee, mismo que ha impulsado el PGA Tour desde hace ya varios años, utilizando la instrucción de esta actividad como medio para preparar personas responsables, trabajadoras y grandes deportistas.
Cuando pienso en una organización que ha donado más de 2000 millones de dólares a obras de caridad, como lo ha hecho históricamente el PGA Tour, pienso también en un país que cuenta con muchas de las mejores universidades del planeta, los mejores deportistas, algunos de los principales cerebros científicos de la raza humana, y una sociedad plenamente funcional.
Sin embargo, eventos como el del pasado martes —las elecciones presidenciales de los Estados Unidos—, me recuerdan que en ese mismo país hay una mitad de la población que aún extraña los años de la segregación racial, que está a favor de la misoginia, que desprecia a las minorías inmigrantes y que, a fuerza de una ignorancia implantada por cinco o más horas diarias de televisión, son capaces de creer que una nación puede sobrevivir separada del resto del mundo.
La cultura de esa mitad de nuestros vecinos del norte es aquella que no requiere de la inteligencia para vivir razonablemente, para tener casa propia y automóviles, refrigeradores con cerveza, televisión con suscripción a todos los deportes posibles, parrilladas en el jardín los domingos y, por supuesto, acceso ilimitado al gran protagonista de la debacle demócrata, el Internet.
Su trabajo se reduce al esfuerzo necesario para doblar servilletas, atornillar defensas de coches o manejar un tractor; no conocen los nombres de las capitales de más de diez países y, mucho menos, cómo funciona la economía del mundo. Su universo comienza con Facebook y termina con la Serie Mundial, nombre ridículo que reciben los últimos partidos de un torneo nacional. Muchos de sus líderes religiosos lucran con su condición hiponeuronal y se dejan engañar con amenazas surgidas de la chistera de un mago. Las redes sociales son su puerta de entrada al mundo y no tienen la capacidad —ni les interesa— distinguir entre una noticia real y una inventada. Esas mujeres y hombres conocen mejor el trasero de Kim Kardashian que la tabla de multiplicar del 4.
Ellos vieron a Donald Trump decir que, gracias a su fama, podía tocar los genitales de las damas o besarlas en la boca, sin esperar queja alguna. Lo vieron afirmar que Barack Obama es el peor presidente de la historia de dicho país, que los musulmanes son todos terroristas, los mexicanos somos casi todos violadores y narcotraficantes—dijo que algunos no lo somos—, y que él sabe más de ISIS que todos los generales de los Estados Unidos.
Pero vieron también El Aprendiz —su espectáculo televisivo—, donde se regodeaba despidiendo a los participantes e intentando convencer al mundo que no hay un mejor hombre de negocios que él. Y lo logró… con esa mitad del país.
También se enteraron que lleva más de una década evadiendo impuestos, creando quiebras ficticias (y reales también, gracias a su incapacidad para convertir negocios en empresas exitosas), engañando a sus proveedores de bienes y servicios, y refiriéndose a las mujeres como objetos sexuales, donde los senos son más, mucho más importantes que la inteligencia.
Pero muy poco le importó a este 50% conocer los defectos de Trump, pues creyeron a pie juntillas todas las falsas noticias que exaltaban la capacidad del orangután naranja. En contra de las encuestas, y como consecuencia de un sistema electoral que ya no funciona, consiguieron que ganara las elecciones y enfilarse para tomar en enero la Oficina Oval de la Casa Blanca, para tener uno de sus regordetes dedos sobre el botón que, por un simple berrinche, podría desatar una guerra nuclear.
Y, ¿por qué no funcionaron las encuestas? No encuentro más que una sola explicación: resultaba tan vergonzoso votar por él, que la mayoría prefirió mentir en sus respuestas. En el momento de los resultados, ya con la victoria, ¡ahora sí!, salieron todos estos trumpeteros de clóset a celebrar orgullosos de que lograron la presidencia, a pesar de no tener la mayoría de votos.
¿Debe sorprendernos el resultado en este mundo descarriado? En absoluto. Ya tuvimos a Chávez y ahora Maduro en Venezuela, al Brexit, al No en Colombia y, en un acto de contrición nacional, a la elección del PRI hace cuatro años.
Si bien en México las cosas ya están demasiado complicadas, con los caprichos del 45° presidente de los Estados Unidos, el futuro se ve muy poco alentador.
Afortunadamente, no somos ni hemos sido nunca una sociedad que solo necesita saber cómo doblar servilletas en un restaurante para sobrevivir, y nuestra creatividad —como forma de subsistencia— nos ha permitido alcanzar alturas literalmente insospechadas. Ni Trump podrá cumplir todas sus amenazas, ni los mexicanos somos tan tontos como para dejarnos aplastar por su insoportable copete, a pesar de que no hemos sido un ejemplo de inteligencia cuando elegimos a nuestros gobernantes.
¿Qué son cuatro años en un país que lleva cuarenta sobrellevando la crisis?
Sin duda, lo lograremos.
fdebuen@par7.mx |
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