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Breve crónica fatalista y triste desde Mayakobá

Fernando de Buen



Como ha venido sucediendo en los últimos años, me encuentro en el paradisiaco Mayakobá (Mayakoba para nuestros vecinos del norte), cubriendo la novena edición del OHL Classic at Mayakoba, torneo del PGA Tour que año con año se torna más interesante.

Mi semana no ha sido fácil. Mi vuelo debió salir a las 6 a. m. del martes, pero un banco de niebla tuvo la ocurrencia de estacionarse sobre el Aeropuerto de la Ciudad de México y el caos consecuente fue brutal. Ante los vuelos que no pudieron aterrizar, Aeroméxico —en mi caso— comenzó a cancelar vuelos, seguramente con la intención de llenarlos con viajantes locales, sin importarles si sus clientes tendrían que esperar horas y horas para abordar. Gracias a un influyente amigo muy famoso, conseguí un boleto para el vuelo de las 8:55, que finalmente salió cerca de las 10. Quienes no tuvieron mi suerte, salieron cerca de medianoche o al día siguiente. Eso sí, el trato a bordo fue extraordinario («Al César…»). Aclaro que para subir al avión, debí recorrer el aeropuerto (T2) cuatro o cinco veces, nos obligaron a recoger maletas en una banda de llegada, pasar seguridad tres veces más («cámaras fuera, computadoras fuera, celulares fuera…»); un viacrucis el armar y desarmar el tinglado en cada ocasión.

Si eso hubiera sido todo, pero no.

A las 2:30 de la madrugada recibí una llamada de Adriana, madre de mis hijos, entre lágrimas, porque a nuestro hijo Andrés y a una amiga, los acababan de asaltar, quitándoles coche, computadora, joyas (¡pobre Regina!), celulares, calculadora científica y mercancía por poco más de 50 mil pesos, en la cajuela del coche. De toda esa porquería, me queda el orgullo por mi hijo, quien a pesar de tener una pistola en la cabeza, se negó a abandonar a su amiga. Los jóvenes llegaron sanos al hogar materno, primer baño de tranquilidad; el segundo, la aparición del coche robado al día siguiente.

¡Vaya paradoja! ¿Debo agradecerle a Dios que los tipos que le pusieron a mi hijo una pistola en la cabeza, que le quitaron todas sus (nuestras) pertenencias y que pudieron haberlos secuestrado, fueron profesionales y no lo mataron? Omito mi respuesta, o podría ser quemado por hereje. Sodoma y Gomorra temblarían de miedo y tendrían que reconstituirse para superar a la capital mexicana.

Con el salir del nuevo sol las cosas mejoraron notablemente, excepto por las notorias carencias del Hotel Iberostar, un megacomplejo con una oferta gastronómica pobre —con algunas excepciones—, un internet que me recuerda a los módems de 28.8 baudios, cajas fuertes que no funcionan, transporte interno muy limitado y otros pequeños detalles que lejos de mejorar año con año, van en el sentido de los cangrejos.

El torneo es otro mundo.

Una vez en Mayakoba, las cosas mejoran notablemente. El trato en la sala de prensa es muy profesional, la calidad de la comida es muy buena, y de no ser porque este campo de golf se vuelve territorio estadunidense durante los días del torneo, y somos la mayoría mexicana quienes debemos adaptarnos a sus horarios de comida y no al revés, como demandarían los cánones internacionales, todo funciona como un reloj helvético.

Francia me causa un profundo dolor, el dolor de los inocentes que buscaron un tiempo de ocio y se encontraron con cerebros cercenados por la cimitarra de la fe más enferma que el ser haya creado, en nombre de Dios. Han muerto al momento de escribir estas líneas, poco más de 130 personas. Aproximadamente el número de muertos por violencia que se registran en México desde 2006… ¡cada semana!

En fin, son las crónicas de un editor cansado, harto de la realidad de nuestra ciudad capital y su increíble anarquía. La angustia se ha vuelto el pan de cada día y no preguntarse cuándo terminará el imperio de la maldad y la violencia, sino si seremos suficientemente afortunados como para no terminar con una bala en la cabeza.

fdebuen@par7.mx