Reflexiones de un veterano golfista

Roberto Blásquez*

Roberto Blásquez (izq.).

Como hijo consentido de Dios, transmito las vivencias, las satisfacciones y el orgullo de ser golfista desde hace 34 años; cada día disfruto más del campo, de la amistad con muchos y la hermandad con mis compañeros de fivesome y los descubrimientos cotidianos del swing en cada sesión; conocimiento casi infinito.

Al inicio de cada ronda, elevamos nuestra plegaria golfista: «Gracias a Dios por permitirme estar aquí, en este lugar privilegiado, practicando este deporte amado. Compartiré este espléndido escenario con los pájaros que vienen a brindarnos sus bellos trinos multicolores, fundidos en este majestuoso bosque de árboles altos, de sauces llorones que lloran y de lagos cristalinos que acogen las alegres familias de patos; Todo perfectamente puesto, concertado, armónico, ambiente pleno que agudiza los sentidos, exalta el espíritu y engrandece el alma».

Al preludio de una salida, las ardillas, espectadoras asiduas lucidoras de su gran look, se paran en sus manitas y esperan atentas nuestros hermosos o erráticos tiros; nosotros (los golfistas), venimos del mismo molde: gozamos y sufrimos por aconteceres semejantes: los aciertos y los errores de ejecución: buenos tiros, felicidad; fallas, tragedia, sobre todo el pinche y odiado shank, ¡pesadilla del golfista!

Y qué tal el Hoyo 19, que permite contemplar el recorrido triunfal o ignominioso. En ese paseíllo final se distingue a ganadores y perdedores: hombros altos, actitud vivaz y cara iluminada: triunfo; hombros bajos, cara larga, y actitud sombría: caos, lo cual impele urgentemente a la posesión de un trago atenuador del periplo mañanero. «Para todo mal mezcal».

Después, el momento de ablución; el vapor, la sudada que te hace expulsar hasta los corajes, la rasurada suave, suave, suavecita… y la chorcha en cueros, (ahí nos igualamos todos) las críticas, los arreglos del mundo y sobre todo de la operación del club. Sigue la refrescante regadera y el baño de alcohol para terminar renovado, contento, reluciente, límpido, impoluto; finalizas el recorrido de pulcritud, y ya bien vestidito, planchadito y perfumadito; terminas tu mañana feliz, pero… ¡oh, sorpresa! Como si te hubieran seguido por GPS, empiezan a las llamadas disruptivas: ¿ a qué hora llegas?, te estamos esperando hace más de una hora, ya estamos en la mesa, etc. Y tú, con miles de disculpas, sales como tiro cual corresponde a todo marido y padre de familia, bien cumplidor.

¡Oh, rondas queridas!, no sé que haría sin ellas. El convivio en el campo, el dominó, los tragos, los tips de golf, los consejos, el chisme y las confidencias, dejan pasar las horas sin sentir. Todo este departir, esta convivencia fraternal, la repetimos semana a semana y en mi caso, prolongada ya por mucho, mucho, pero mucho tiempo.



*El autor es socio el Club de Golf Vallescondido. A sus 71 años, conserva aún su hándicap de un solo dígito.

«Gracias a Dios por permitirme estar aquí, en este lugar privilegiado, practicando este deporte amado. Compartiré este espléndido escenario con los pájaros que vienen a brindarnos sus bellos trinos multicolores, fundidos en este majestuoso bosque de árboles altos, de sauces llorones que lloran y de lagos cristalinos que acogen las alegres familias de patos; Todo perfectamente puesto, concertado, armónico, ambiente pleno que agudiza los sentidos, exalta el espíritu y engrandece el alma.»