Desde hace poco más de dos años, Jason Dufner ha demostrado que su golf está a la altura de la elite internacional. En el PGA Championship de 2011 tuvo una ventaja de cuatro golpes y cuatro hoyos por jugar, pero quizá la inexperiencia en un torneo de grand slam lo llevó a perder la ventaja y posteriormente el desempate contra Keegan Bradley. Este año evitó repetir la tragedia y ganó con sobrados méritos el cuarto grande del año. Solo tiene un problema: su carisma es nulo y su simpatía inexistente, ingredientes que diferencian al gran deportista del ídolo.
En el mundo del deporte hay incontables ejemplos de personajes cuyo carisma es natural, así como otros que han debido entrenarse para incrementar su nivel de aceptación ante el público; por otra parte, hay jugadores cuya popularidad está por arriba de su nivel deportivo y otros que, a pesar de ser extraordinarios, terminan siendo opacados por una personalidad que no les permite brillar.
El mejor ejemplo actual de carisma natural es, sin duda, Phil Mickelson, a quien han llegado a comparar algunos expertos con el más amado golfista de la historia, Arnold Palmer. A pesar de los muchos fracasos que llegó a tener en torneos grandes, antes de su primer triunfo en el Masters, Phil ya gozaba de una aceptación total por parte de las galerías.
Dustin Johnson, Bubba Watson y Rory McIlroy son otros jugadores con un gran carisma natural. Probablemente el más carismático jugador de las últimas décadas, antes del ascenso de Mickelson, fue el siempre polémico John Daly.
Dos personajes que ilustran al carisma adquirido podrían ser Paula Creamer, entre las damas y Rickie Fowler, entre los caballeros. Si bien la Pantera Rosa tiene más méritos deportivos que el joven golfista de los colores chillantes, también lo es que ambos son grandes exponentes de nuestro deporte y producto de una mercadotecnia extraordinaria, que los ha convertido en verdaderos imanes de la popularidad pero, hay que decirlo, su nivel de juego no ha alcanzado tal nivel.
En el lado opuesto de la moneda —entre aquellos carentes de carisma o de una imagen construida bajo las bases del marketing— podemos encontrar a una golfista fuera de serie como Yani Tseng, o al propio Jason Dufner; no importa la medida de sus logros, porque se opacan en su propia personalidad.
Algunos recordaran al sudafricano Retief Goosen —doble ganador del Abierto de los Estados Unidos—, quien parecía tener un serio conflicto con cualquier cosa que pareciera una demostración de alegría. Si bien es cierto que parece un témpano, también lo es que su personalidad es mucho más atrayente que la de los mencionados. En pocas palabras, no se necesita ser simpático o saber sonreír para ser carismático, pero es de mucha ayuda.
El propio Tiger Woods, cuando se encuentra en el campo de golf, parece el tipo más antipático sobre la faz de la Tierra, aunque en realidad su rostro sea únicamente reflejo de una concentración extraordinaria, que le permite desconectarse del público durante un torneo. Aun así, no se conocen muchas reacciones tan viscerales por parte de un jugador o su caddie, cuando alguien lo interrumpe durante la ejecución de un tiro; solo recordemos la imagen del caddie de Tiger, Steve Williams, arrojando una cámara fotográfica al agua, porque a su dueño se le ocurrió disparar en un momento previo al golpe de su patrón. El californiano ha dejado muy claro que todo aquello relacionado con su simpatía comienza segundos después de haber embocado el último putt.
¿Podemos acaso imaginar a Dufner anunciando alguna marca de ropa o de palos de golf, con una amplísima sonrisa? Desde luego que no. Ahora bien, ello no quiere decir que los patrocinadores no le exijan, a cambio de algunos milloncejos de billetes verdes, que aprenda a conectar con el público o las cámaras y, mejor aún, que entienda y acepte hacerlo con naturalidad.
Es tan poco propicia la imagen que este flamante campeón de majors, que a través de Twitter, sus propios compañeros del PGA Tour se concentraron menos en felicitarlo —aunque no dejaron de hacerlo— que en mencionar el momento en el que, sin un ápice de tacto, Dufner abrazó a su esposa y dejó caer su mano derecha hasta el sitio donde la espalda se ensancha y pierde su nombre; en pocas palabras, la torteó descaradamente ante decenas de millones de espectadores.
En los tiempos actuales, a un campeón no sólo le basta ganar torneos para ser ídolo y debe prepararse a conciencia para convertirse en uno. En dicha búsqueda, debe aprender a conectarse con el público, tanto en el campo de golf como desde medios de difusión masiva, televisión, revistas o internet. Su imagen puede valer millones, pero solo de él depende una proyección que amerite la inversión.
¿Qué hará Jason? Eso lo averiguaremos más adelante.
fdebuen@par7.mx
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