El golfista: soñador empedernido

Fernando de Buen

Vernon, Coghlan

No hay ninguna duda de que la tecnología nos ha hecho la vida más fácil a los golfistas, pero ello a cambio de una cuantiosa inversión que, sin duda, ha causado no pocas afectaciones en nuestros bolsillos. Al ser el nuestro uno de los más difíciles deportes que practica la raza humana, el nivel de frustración y la imperiosa necesidad de mejorar —practicando lo menos posible— se vuelven sueños por los que un jugador de golf es capaz de pagar grandes cantidades de dinero.

El golfista es un caldo de cultivo incomparable para convertir su cerebro en un receptor de productos milagro, haciéndolo capaz no sólo de creer en todo lo que ve en programas de televisión y revistas, sino también de estar dispuesto a gastar respetables cantidades de billetes verdes —el dólar es el estándar de compraventa en el juego—, tan sólo por probar la efectividad de estos productos.

Pongamos como ejemplo al futbol. El mundo del practicante de este deporte se reduce a la adquisición de uniformes, calzado y un balón de vez en cuando; el portero deberá añadirle a lo anterior un par de guantes. Eso es todo.

El golfista, en cambio, requiere de más equipamiento que un astronauta listo para una caminata espacial. Más allá de la ropa —pantalón o bermuda, calcetines o equivalente, una elegante playera con cuello fabricada con materiales que impidan la sudoración, cinturón especial y gorra, todo ello de prestigiada marca y alto costo, deberá sumar aditamentos tales, como arregla-divots, toallas, marcas de bola, sombrilla, bolsa de golf, bolsa de equipaje y maletín de mano; dicho esto con la seguridad de que la memoria me está traicionando y, si la dejo trabajar, añadirá otros tantos implementos.

Pero todo lo anterior, solo compete al look del practicante y no hemos llegado aún a la partes que inciden en su juego: calzado, guantes, tees y, lo más importante: palos de golf y pelotas.

Hace apenas dos o tres décadas, los equipos se adquirían en paquete. Salvo contadas excepciones, como podrían serlo jugadores profesionales y alguno que otro scratch, el golfista aprovechaba una visita al vecino del norte y regresaba con un flamante paquete que incluía putter, hierros, maderas y hasta una elegante bolsa de golf, todos de la misma marca, a precios que difícilmente rebasaban el millar de dólares. Al no contar con una tecnología tan sofisticada, las opciones en marcas y estilos eran limitadas —varillas y cabezas de acero, más maderas que eran realmente de madera (de caqui o persimmon)— y donde, el putter podría marcar la única diferencia, entre una o dos decenas de opciones.

En la actualidad, cada golfista que se jacte de serlo, tendrá que tener conocimientos básicos sobre los propiedades de las aleaciones de las varillas de sus hierros, la textura y consistencia de sus empuñaduras (grips), las características de torque y momento de inercia de su driver y otras maderas y las posibilidades de alterar sus condiciones. De sus hierros tendrá que haber elegido entre las varillas tradicionales de acero, de grafito o alguna extraña aleación moderna, deberá saber cuál de los cinco diferentes modelos de cabezas que presenta cada una de las 10 principales marcas, es la que se adapta a su estilo de juego; deberá haber pasado por un curso intensivo de fitting (método para determinar el tipo de equipo al que mejor se adecua), habrá ensayado en los tapetes de las tiendas especializadas con todos y cada uno de los 427 putters disponibles en la tienda, añadido un par de híbridos recomendados por su profesional de confianza y, finalmente, firmar un voucher por unos 2500 o 3000 dólares, o su equivalente en moneda nacional, aprovechando que, efectivamente, hay algunos sitios en este país donde ya conviene comprar, en vez de viajar a donde el Tío Sam.

¿Qué decir de las pelotas y las centenas de opciones disponibles para elegir la que más nos guste o nos convenga? Hace no más de 20 años, la docena más cara de bolas de golf alcanzaba los 30 dólares; en la actualidad, esa cantidad ha crecido a más del doble.
En términos de eficiencia, en los años a los que hacemos referencia, la tecnología ha avanzado significativamente, pero no lo suficiente como para justificar que por ella debamos pagar el doble o el triple, de lo que devengábamos hace dos décadas, aun tomando en cuenta los factores inflacionarios acumulados en este lapso.

Entonces, ¿existe alguna razón por la cual los golfistas debamos pagar exorbitantes cantidades de dinero para equiparnos con lo último de tecnología golfística? Sólo una: ¡mercadotecnia!

Más allá de las cuantiosas inversiones en investigación y los costos por el uso de patentes, por parte de los fabricantes, alguien tiene que pagar los contratos de jugadores como Tiger Woods o Rory McIlroy, por los cientos o miles de millones invertidos en publicidad y, ¿por qué omitirlo? Por la posibilidad de presumir ante nuestros semejantes, que a pesar de nuestro 32 de hándicap, jugamos con lo último en vestimenta y equipo.

fdebuen@par7.mx