El triunfo de Rory McIlroy en el reciente PGA Championship, demuestra que el joven norirlandés de 23 años no es flor de un día y tiene madera de sobra para dominar al golf en los años por venir; la única diferencia con respecto al sempiterno dominio de Tiger Woods, es que Rory no está solo, por lo que parece imposible que pueda —él o cualquier otro— ejercer una hegemonía como la del californiano.
Se dice fácil, pero para ganar por ocho golpes de ventaja un major, se necesita algo más que suerte o salir en el mejor momento; ahora bien, hacerlo por segunda ocasión —recordemos que fue la misma diferencia con la que ganó el U. S. Open del año pasado—, ya descarta toda acción de la diosa Fortuna.
Cuando Woods dominó la escena mundial por primera ocasión en 1997, Rory tenía 8 años de edad y era un niño cuya ilusión era emular a Tiger. Pero además, Tiger sentó las bases de lo que debería ser el golf profesional, con entrenamientos exhaustivos —tanto en lo físico como en lo mental— trabajo de gimnasio y la dedicación total a las actividades que habrían de forjar el nuevo molde del alto rendimiento.
Antes de Tiger, el golf era un deporte cómodo en términos de acondicionamiento físico. Si bien todavía vemos algunos profesionales de alto nivel con notorio sobrepeso, estos son escasos en comparación con los de hace dos décadas, que pululaban por los fairways en torneos del PGA Tour. Y si nos ponemos exigentes, ¿por qué no observar a los mejores del mundo? Entre los 25 que ocupan los sitios más altos, no hay obesidad y ni siquiera un notorio sobrepeso.
Cuando los de su generación y quienes lo antecedieron, se dieron cuenta del potencial de Eldrick Tont (nombre de pila original de Woods), ya era demasiado tarde para hacerlos cambiar radicalmente su forma de confrontar a la profesión, lo que le permitió sostenerse en el número 1 por 623 semanas, número que podría aumentar en el corto plazo. Si describiéramos en términos simples lo que les sucedió, solo diríamos que los atrapó dormidos y, cuando se soltaron, él ya estaba demasiado lejos.
Pero los que vinieron después entendieron sin muchos problemas que si querían alcanzar esos niveles, solo lo lograrían estableciendo una meta singular: superar a su héroe, lo que demandaría convertir al golf en algo más que una afición, en una forma de vida. Afortunadamente, muchos de ellos —desde muy pequeños— decidieron hacer suyo tan ambicioso objetivo. Rory, como muchos otros que ya sobresalen en el mundo profesional durante su tercera década de vida, adoptaron este modus vivendi.
Así las cosas, en el golf de alto rendimiento, hay un antes y un después de Tiger Woods. En la actualidad, ser simplemente un superdotado no resulta suficiente para llegar al cenit del golf mundial y mantenerse allí por algún tiempo; hay que serlo porque en la mayoría de los casos el trabajo arduo no basta, pero además, hay que trabajar incansablemente en aras de mantener todas las partes del juego en el nivel que exige la excelencia. El propio Rory suma ocho semanas como número 1, pero es un puesto que ha perdido ya en tres ocasiones contra Luke Donald. ¿Y de Luke qué podemos decir? Que es extraordinario, pero aún no tiene un major en sus vitrinas, al igual que Lee Westwood, otro que ha ocupado el máximo escalafón internacional de este deporte.
Lo mejor de todo es que con el surgimiento de estos extraordinarios golfistas, el mayor ganador es el propio aficionado, que ahora disfruta de los grandes eventos sin preguntarse por cuántos golpes triunfará el que siempre sale victorioso.
Ya no hay tal… aunque Rory podría sorprendernos.
fdebuen@par7.mx
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