Me recuerda a Donnie Osmond o David Cassidy, cuyas fotos mis hermanas colgaban de la pared de su recámara como signo inequívoco de una adoración absoluta, hace poco menos de cuatro décadas (aunque no habían nacido, afirmarán ellas contundentemente). Hoy el equivalente sería esa subespecie canadiense de nombre Justin Bieber. Los tres han ocupado el primerísimo lugar en mi lista de personajes aborrecibles por causa de la insoportable mercadotecnia que los rodea. En el golf hay alguien parecido, aunque todavía no resulta tan odioso como los antes mencionados, pero ya ganó un torneo y creo que nos espera lo peor. Indiscutiblemente es un gran jugador, pero es muy probable que como a Michelle Wie, a Rickie Fowler lo destruya la ambición de sus mercadólogos.
Más que un buen ejemplo de la pujante nueva generación de golfistas allende el norte, este egresado de la Universidad de Oklahoma es el intento desesperado del marketing estadunidense por consolidar el surgimiento del último héroe americano, un bien tan escaso y difícil de conseguir en estos días, que los esfuerzos van y vienen, pero no logran cuajar alguno.
Rickie parecía uno más de esos grandes proyectos; asesores en vestimenta, en comportamiento, estilistas y seguramente entrenadores hasta de sonrisa; mamá y bella novia —cuyo nombre ya todos sabemos que es Alexandra Brown—al lado del green… pero Rickie nomás no ganaba. A este circo le estaban creciendo los enanos y de pronto Fowler —a pesar de que quisieran quitarle cinco años de edad para embrutecer aún más a los mercados adolescentes— comenzó a crecer y llegó a los 23 años de edad sin victorias en el PGA Tour.
Así pasaron muchos torneos, hasta que en la septuagésima segunda oportunidad, un gran cierre en el Wells Fargo Championship le abrió un espacio en la muerte súbita, ante dos adversarios, uno de los cuales es la antítesis de su propia personalidad —cinco meses menor que él— y probablemente el mejor golfista del planeta en la actualidad; alguien que no necesita disfrazarse de mandarina los domingos para que lo vean, pues prefiere resolver ese asunto ganando torneos: el norirlandés Rory McIlroy.
Minutos después, ante un público eufórico en Charlotte, Carolina del Norte, dejando atrás cuatro subcampeonatos y poniéndole broche de oro a un approach excepcional, Rickie ganaría su primer torneo.
Él mismo entiende su posición. «Rory es el jugador joven mejor clasificado en este momento. Yo soy probablemente el que más sobresale por el color —mencionó Fowler—. Ahora soy un ganador en el PGA Tour,así que ya tengo algo de credibilidad».
Pero a pesar de este destello de humildad y comprensión de su posición en la esfera golfística, los jilgueros de la crónica yanqui decidieron no esperar y pidieron el tañer de las campanas; finalmente el ídolo había despertado; Tangerine-Man —Superman-darino sería un buen nombre para la versión en español de su comic en Marvel—, blandiendo su pitching wedge, llegaba para derrotar a las hordas europeas que se habían adueñado de Golfópolis. Ya no harían falta los viejitos Tiger Woods o Phil Mickelson —quien ingresó el lunes al Salón de la Fama— y mucho menos Steve Stricker o Jim Furyk. Los nuevos 4 Fantásticos, Rickie, Bubba (Watson), Hunter (Mahan)y Dustin (Johnson) serán quienes recuperen el control del Tío Sam en el orden mundial… del golf.
Dice el dicho: Uno no es ninguno, dos es medio y tres es uno.
fdebuen@par7.mx
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