Manhattan |
Escribí este texto unos días después del brutal ataque a las Torres Gemelas, durante el tristemente célebre 9/11, y fue publicado en la edición mexicana de Golf Digest en noviembre de ese mismo año. Tal como fue escrito, sin correcciones ni adiciones, se los presento a ustedes, como un testimonio vivo del día que cambió al mundo para siempre:
El campo del Bellerive Country Club, luce vacío. Meses y meses de esfuerzo, por lograr una mezcla perfecta de acondicionamiento, belleza y grado de dificultad, parecen haber sido en vano. Se ven sus greenes sin banderas, sus gradas sin público y las cámaras de televisión ya han sido retiradas. Los hombres que dedicaron su tiempo y su esfuerzo al engrandecimiento de este bello paraje golfístico, hoy lo miran con tristeza y desolación.
Para aquellos jugadores que, mediante un gran esfuerzo, aseguraron su lugar en este torneo, podrá ser a la larga una oportunidad desperdiciada. Han dejado de aspirar de la noche a la mañana, a una bolsa de cinco millones de dólares, a repartir entre los 67 golfistas más sobresalientes de los últimos meses, tanto en los Estados Unidos, como en Europa y el resto del mundo.
Se presentaron con ilusión desde el lunes, con la mira puesta en el triunfo. Jugadores y caddies caminaron el campo, estudiaron sus condiciones y discutieron la estrategia que habrían de utilizar desde el jueves. Algunos salieron a practicar el martes temprano, sin imaginar siquiera que la historia del país en el que encontraban, justo en esos momentos, habría de cambiar radicalmente.
Fueron dos largos días de espera, para que el Comisionado de la PGA, Tim Finchem decidiera que lo mejor era respetar al país y al dolor de su gente y cancelar en definitiva el entretenimiento esperado para el fin de semana. Todos los jugadores, sin excepción, secundaron a su líder.
El daño había sido mucho mayor de lo esperado. No solo se había atacado en forma cobarde al país, sino que además, le mancillaron sus más importantes símbolos, el templo mundial del capital y el centro controlador de la acción y el pensamiento de quienes no comulgan con él. Esa extraña mezcla que allende el norte, definen paradójicamente como libertad.
Bastó solamente un día de transmisiones televisivas, para entender que en este planeta falta mucho para colmar nuestra capacidad de asombro; para aprender que no existe defensa alguna contra el que está decidido a trocar su vida por la de otros; para saber que no hay espacio en el mundo en el que estemos a salvo de la traición cobarde y la locura; para tratar de justificar lo injustificable, el ofrecer la vida por el odio, pensando que ello es un designio de Dios.
La mañana del miércoles, el asombro se había vuelto tristeza y la sorpresa indignación, pero el humo de la inconcebible destrucción seguía haciendo acto de presencia. El torneo American Express —uno de los cuatro que forman los Campeonatos Mundiales de Golf— se cancelaría, a pesar de las importantes implicaciones económicas derivadas de tal decisión. La última vez que se llegó a este extremo fue en 1949, cuando el campo del Colonial fue salvajemente golpeado por la lluvia.
Pocas escenas han sobrevivido de lo que pasó esta semana en el club de Bellerive. Una es digna de mencionar. Aquélla en la que Justin Leonard está ejecutando un golpe y al fondo, tras la orilla del rough, la imagen, en un monitor gigante, del rostro demacrado del Presidente Bush dirigiendo un mensaje a la nación.
Quizá fue esa discrepancia impresionante entre estas dos imágenes mezcladas, la que convenció a Finchem que no tenía caso seguir. Dos situaciones contrastantes: la de la alegría de ser parte de la elite profesional del más bello deporte del mundo y la de la tristeza y la impotencia del ser humano más poderoso del planeta, al no saber aún quién lo había golpeado.
Y quién habría de disfrutar de este torneo, si algunos de los lugares en las gradas quedarían vacíos para siempre; si miles de los sillones en las salas de televisión, ya no serían ocupados para ver la transmisión del evento; si un cambio repentino de canal o un corte inesperado, nos mostraran cómo la bandera de un green, se transforma en segundos en la de barras y estrellas, cubriendo un ataúd.
Ante tales expectativas, no fue difícil adivinar el siguiente paso: la posposición, por doce meses, de uno de los torneos más emocionantes y también —por las circunstancias que rodearon a la edición anterior—, uno de los más esperados: me refiero, obviamente, a la Copa Ryder, que se celebraría, a finales de septiembre, en el campo de The Belfry, en Sutton Coldfield, Inglaterra.
Hoy, cada golfista profesional de los Estados Unidos, además de compartir la tristeza de su país, ha tenido que añadir a su bagaje golfístico un lastre cuyo peso no puede ser transferido a la responsabilidad de su caddie; una carga emocional que no podrá ser liberada en cosa de días o semanas; un nuevo compañero inseparable con el que compartirá las horas de exposición en los espacios abiertos, de jueves a domingo, durante cada torneo en el que participe los próximos meses. Quién más podría ser este añadido, sino el inevitable miedo, quien habrá de fungir en los meses venideros como el no siempre objetivo consejero de cada uno de estos egregios jugadores.
No se necesita ser un acendrado pesimista para pensar que aún está lejos el final de este absurdo capítulo de la humanidad. Falta aún la consumación de la venganza y como consecuencia de ella, el incremento exponencial de un odio con capacidad ilimitada. Quedan aún muchos días de incertidumbre y no será extraño que las consecuencias de estos actos sigan influyendo en las decisiones relacionadas con este deporte.
Así pues, el golf profesional del orbe ha decidido unirse, en un acto de elemental respeto, al luto de miles y miles de personas que han perdido —por obra y gracia de la estupidez ignominiosa— a uno o más de sus seres queridos. Estamos aún en tiempos de reflexión, de tratar de entender las razones y sinrazones y de pedir por los que se fueron y los que sin ellos, se encuentran hoy mucho más solitarios. Ya habrá mejores tiempos para disfrutar el verde de los fairways y la emoción de los buenos tiros. Solo debemos esperar a que el humo se disipe y salga el sol que brillará nuevamente con alegría sobre los imponentes rascacielos que aún cortan el horizonte de la Gran Manzana.
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